Una vez un padre y su hijo caminaban por el bosque.
El niño, tropezando, gritó: —¡Ay!
Desde las montañas, una voz respondió: —¡Ay!
Curioso, el niño gritó: —¿Quién eres tú?
La voz repitió: —¿Quién eres tú?
Molesto, el niño gritó: —¡Cobarde!
Y escuchó: —¡Cobarde!
El niño se volvió al padre y le dijo:
—¡Papá, alguien me está molestando!
El padre sonrió y le explicó: —Eso que escuchas es el eco, hijo. Pero también es una buena lección: lo que decimos a menudo regresa a nosotros. Si hablamos con enojo, eso recibiremos. Pero si hablamos con amor y respeto, eso también volverá.
Jesús fue claro y directo: cada palabra que decimos tiene peso eterno. No hay palabras “sin importancia”. Incluso aquellas que decimos sin pensar o por costumbre —las murmuraciones, los sarcasmos, los gritos, las quejas— serán tomadas en cuenta por Dios.
Este pasaje de Mateo nos lleva a reconocer que nuestras palabras no solo afectan a quienes nos rodean, sino que también revelan lo que hay en nuestro corazón. Jesús dijo que la boca habla de lo que abunda en el corazón (Mateo 12:34), y por eso, nuestras palabras no son meramente sonidos: son frutos de lo que somos por dentro.
En el contexto de la familia, esto cobra aún más importancia. Padres, ¿sabían que las palabras que decimos a nuestros hijos pueden influir en cómo se ven a sí mismos durante toda la vida? Una frase dicha con amor puede sanar una herida profunda, y una palabra impaciente puede marcar negativamente el corazón de un niño por años. Padres, madres, hijos: todos usamos palabras que pueden sanar o herir, animar o desanimar.
No solo se trata de no gritar o evitar insultos. Se trata de usar nuestras palabras para construir, guiar, afirmar y amar. Dios ha dado a cada familia una misión, y parte de nuestra responsabilidad como padres, madres o hermanos, es cuidar lo que decimos.
Nuestros hijos aprenden más de lo que decimos (y cómo lo decimos) que de lo que enseñamos con reglas. Las palabras son una herencia diaria. Las palabras de aliento crean confianza; las palabras descuidadas pueden dejar cicatrices.
En un mundo lleno de ruido y mensajes negativos, tu voz puede ser el canal que Dios use para afirmar identidad, fe y propósito en el corazón de tu familia.
Cada día, con cada palabra, estamos sembrando algo: ¿estamos sembrando vida, fe y seguridad? ¿O estamos sembrando duda, miedo y dolor?
Esta semana, elijan un momento cada día para que cada miembro de la familia diga una palabra positiva o de afirmación a otro: algo que valore, que admire o que agradezca, como por ejemplo: “Gracias por ayudar con la comida”, “Me encanta cómo sonríes cuando llegas” o “Me alegra que seas parte de nuestra familia”.
Al final de la semana, reúnanse y compartan cómo se sintieron al dar y recibir esas palabras
Oremos:
Señor Jesús, gracias por darnos la capacidad de hablar, enseñar, corregir y consolar. Perdónanos porque hemos usado nuestras palabras sin sabiduría o sin amor. Ayúdanos a cuidar nuestro lenguaje, especialmente en casa. Que nuestras conversaciones reflejen tu gracia, tu verdad y tu paciencia. Queremos sembrar palabras que sanen, que levanten, que enseñen y que den vida. En el nombre de Jesús, amén
Rodrigo & María Helena Yepes
Spiritual Care Coordinator