La vida familiar es un campo fértil. Cada palabra, cada reacción, cada decisión, cada momento que vivimos con nuestros hijos es una semilla. Algunas de esas semillas crecerán rápidamente. Otras tardarán años en dar fruto. Pero lo cierto es que todo lo que sembramos, cosecharemos.

Como padres, muchas veces sembramos sin darnos cuenta. Cada palabra que pronunciamos —ya sea de afirmación o crítica— es una semilla. Cada actitud que adoptamos —ya sea de paciencia o de enojo— también lo es. Lo que priorizamos en nuestra vida diaria, lo que celebramos, lo que toleramos, incluso lo que ignoramos, habla más fuerte que mil sermones.

Nuestros hijos no solo escuchan lo que decimos, observan cómo vivimos. Ellos perciben lo que realmente valoramos. Por eso, incluso cuando creemos que “no están poniendo atención”, sus corazones están siendo formados por lo que sembramos con nuestras acciones cotidianas.

Cada día como padres es una tierra fértil. Es fácil pensar que solo los grandes momentos forman el carácter de nuestros hijos: una buena escuela, la iglesia a la que asistimos, una charla profunda. Pero la verdad es que son las pequeñas decisiones diarias —cómo respondemos ante el estrés, cómo tratamos a nuestra pareja, cómo oramos o no oramos, cómo usamos nuestro tiempo— las que moldean, poco a poco, el corazón de nuestros hijos. Cada día es una oportunidad para sembrar valores, fe y amor en sus corazones.

Gálatas 6:7-8 nos recuerda una verdad poderosa, que no solo aplica a nuestras vidas individuales, sino también al terreno sagrado de la familia:

 “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.”

No es una amenaza, sino un principio espiritual que Dios ha establecido. Si sembramos impaciencia, indiferencia, egoísmo o un estilo de vida centrado en lo material, ese mismo espíritu se filtrará en la vida de nuestros hijos. Crecerán con una visión distorsionada del mundo, de Dios y de sí mismos. Pero si, en cambio, sembramos con intención y propósito —dedicando tiempo para orar con ellos, afirmando su identidad en Cristo, sirviendo juntos, pidiendo perdón cuando fallamos, y mostrando una fe viva en nuestro día a día— entonces estaremos sembrando semillas del Espíritu que producirán fruto eterno.

Esto no significa que todo será inmediato ni perfecto. A veces, sembramos con lágrimas. Otras veces, sin ver fruto por años. Pero la Palabra promete que la cosecha llega a quienes siembran con fidelidad (ver Salmo 126:5-6).

Y es importante recordar esto: no se trata de ser padres perfectos, sino padres intencionales. Dios no espera que lo hagamos todo bien. Él sabe que nos cansamos, que cometemos errores, que a veces respondemos desde la carne en lugar del Espíritu. Pero Él sí nos llama a depender de Su gracia, a pedir sabiduría constantemente, y a no darnos por vencidos. El Espíritu Santo es nuestro ayudador. Él ablanda la tierra, fortalece nuestras manos, y riega con su poder lo que sembramos con fe.

Así que hoy, decide sembrar con propósito. Aunque parezca insignificante, aunque nadie lo vea, aunque no haya un “agradecimiento” inmediato… no olvides que estás sembrando en el terreno más valioso que Dios te ha confiado: el corazón de tus hijos. Las semillas sembradas con fe y perseverancia nunca se pierden. Recuerda: lo que siembras hoy en la vida de tus hijos no solo impacta su presente, sino también su eternidad.

 Oremos:

Señor, gracias por darme el privilegio de ser padre/madre. Reconozco que muchas veces he sembrado desde mi carne: con impaciencia, orgullo o descuido. Hoy te pido que me enseñes a sembrar para el Espíritu. Quiero dejar una herencia espiritual firme en mis hijos, no por mis fuerzas, sino por tu gracia. Dame sabiduría, constancia y humildad. Que cada acto de amor, cada corrección con ternura, cada oración y cada momento juntos sea una semilla que produzca vida eterna. En el nombre de Jesús. Amén.

Rodrigo & María Helena Yepes

Spiritual Care Coordinator

0

Leave a Reply

Your email address will not be published.